Una moneda sana y un hombre honrado han transformado a Venezuela. Juan
Vicente Gómez, hijo de las montañas, fuerte, sencillo, tenaz.
Publicado en “El
Día Gráfico” de Barcelona (España).
La carta que anteriormente nos ha dirigido don Simón Barceló, notable
escritor venezolano cuya labor es bien conocida de cuantos laboramos por el
perfecto acuerdo que debe en todo tiempo reinar entre nuestra vieja España y
las naciones hispanas del Nuevo Continente, nos obliga a repetir lo que tantas
veces hemos afirmado: que es sorprendente, por no decir aflictivo, el
desconocimiento o la indiferencia que profesamos hacia esas energías jóvenes,
asombro hoy del universo, que debieran ser, en medio de la gran tristeza
nacional, fuente de gratas emociones para todo español capaz de enorgullecerse
de la lozanía de esas ramas del tronco patrio, mutilado glorioso con retoños
que son ya árboles gigantescos, cuya sombra cobija millones de almas que hablan
el idioma castellano y llevan en sus venas la sangre gloriosa del conquistador
o la más humilde, pero también roja y española, del campesino peninsular que
emigró en busca del terruño menos ingrato o de instituciones más democráticas.
Mucha Casa de América; mucha Fiesta de la Raza;
mucha pamplina rimbombante en mala prosa y peores versos, y después…nada. Con
el burbujeo de la última copa de champaña se evapora la esencia de las ideas
cambiadas, y al separarse los manifestantes, la mayoría se olvida hasta de la
Argentina, cuya capital es la primera ciudad española del mundo, y con
seguridad ignora dónde queda Caracas o La Paz y qué significan para España las
relaciones comerciales que lleva con las Repúblicas de Venezuela y Bolivia.
Venezuela situada al norte de la América del Sur, en una situación
privilegiada, es casi dos veces más grande que España, y sus tres millones de
habitantes ocupan una mínima parte de un suelo que produce los frutos del
trópico y la mayoría de los de Europa. Diezmada durante largos años por la
guerra civil, y apegada al cultivo del café, el cacao y la caña de azúcar,
durante muchos años poco remunerativo. Un Gobierno enérgico y progresista y el
elevado precio actual de sus frutos le han creado una prosperidad sin
precedentes.
Todo cuanto allí germina se necesita en España, donde el café de primera,
el cacao de Caracas, sin rival en el mundo, el azúcar, el caucho, las carnes
congeladas, tan buenas como las de la Argentina, tienen ya de antaño, gran
aceptación. En Venezuela se consumen con preferencia los productos de la
industria española y hasta los billetes de lotería y las estrellas del toreo
encuentran allí una acogida entusiasta, digna de mejor causa.
Venezuela, el antiguo feudo de la Compañía Guipuzcoana, la tierra cuyas
capitales de provincia se llaman Valencia, Barcelona, Mérida y Trujillo, en
recuerdo de la procedencia de sus fundadores, es tal vez la más española de las
repúblicas hispanoamericanas. Patronímicos y blasones que acusan parentesco con
nuestra nobleza son timbre de orgullo de su aristocracia; de esa cepa surgió
Bolívar, cuyo escudo de armas figura con su rueda de molino en la heráldica de
Vizcaya y de Caracas; nos vino también Andrés Bello, ese gran castellano que
fue considerado en Madrid como el primer hablista de sus días.
Una moneda sana y un hombre honrado han transformado a Venezuela. Juan
Vicente Gómez, hijo de las montañas, fuerte, sencillo, tenaz como un buen
aragonés, impuso su fórmula de paz y trabajo y con la resolución de un Cortés o
un Pizarro acabó con la política de respeto a los caciques rurales y a los
cortesanos y señaló el rumbo a las dormidas energías de su pueblo, encaminándolas
al cultivo de los campos. La lucha fue ruda, pero la convicción del caudillo
del trabajo hizo milagros. Hoy todos creen en él, porque a todos los ha
enriquecido. Ya nadie anhela la pitanza del político profesional porque todos
los propietarios tienen dinero e independencia.
Ocupémonos seriamente, comercialmente de esas Españas de allende el mar que
nos tienden los brazos y viven con una confraternidad que nosotros necesitamos
tal vez más que ellas, para que el mundo hispano, que pasa hoy de ciento veinte
millones de hombres, pese en los destinos de la humanidad, desangrada y
desesperanzada. Es necesario proceder a una evaluación de intereses primero, y
de ideales después, ya que hoy en día yace postrado nuestro señor Don Quijote
mientras Sancho, el innoble oportunista ve convertirse en Insula Barataria el
terreno que pisa su pollino al recorrer el desolado y conocido campo de
Montiel…
En las columnas de El Día Gráfico encontrarán siempre
hospitalidad los pensadores y estadistas hispanoamericanos que, como Simón
Barceló, laboran por el engrandecimiento de la raza y el culto de la tradición.
4 de junio de 1920.