El doctor Román Cárdenas, quien mediante una consagración inteligente y
patriótica, ha venido interpretando las ideas del Benemérito General Juan
Vicente Gómez, Jefe de la Rehabilitación Nacional; ha creado la Renta Interna, unificado
el Fisco y contrarrestando el riesgo de una crisis económica nacional, emergente
de la guerra europea. El señor doctor Cárdenas, emprende ahora la modernización
del ramo de Hacienda, culminación de sus labores oficiales.
EXPOSICIÓN DE MOTIVOS
DEL MINISTRO DE HACIENDA
AL PRESENTAR LA MEMORIA EN 1919
INTRODUCCIÓN
Dedicó el Despacho los primeros meses del año, a finalizar los proyectos
de leyes que recomendaba al Congreso de 1918, las cuales, ajustadas a las ideas
expuestas, vinieron a constituir junto con las leyes que desde 1915 iniciaron
el nuevo cuerpo de Leyes de Hacienda, un todo homogéneo cuyas diversas partes
han sido elaboradas a la luz de unos mismo principios, desarrollados con
estricta lógica y escogidos con el invariable propósito de dar eficaz y sólida
unidad a nuestra Legislación Fiscal. Componen hoy esta obra, la Ley Orgánica de
la Hacienda Nacional, esencia de los principios más avanzados en la ciencia fiscal,
adaptados a nuestro medio; la Ley de Crédito Público, que sometió este ramo a
un régimen de estricta regularidad, con el cual las operaciones de mayor
trascendencia para el crédito de la Nación estarán siempre bajo la guarda de la
ley y podrán ser examinadas y juzgadas rectamente; la Ley de Aduanas, que vino
a modificar rígidas pautas del antiguo régimen aduanero y a introducir
elementos renovadores, eficaces al más vasto desarrollo de nuestro comercio; las
leyes que rigen las Rentas de Licores, Cigarrillos, Estampillas y Salinas, que
han permitido fundar sólidamente la administración directa de esas Rentas y su
creciente auge; la Ley de Impuesto de Papel Sellado Nacional, con la cual se
incluyó en el novísimo orden fiscal este ramo que venía regido por una ley
inadecuada para administrarlo eficazmente y que no había sufrido modificaciones
esenciales desde los primeros tiempos de la República y la Ley del impuesto
sobre sucesiones y otros ramos de la Renta Nacional. Esta última, promulgada el
28 de junio de 1915, reglamentada por decreto de 9 de agosto de 1916, y que fue
como medida transitoria para disciplinar ramos que estaban excluidos del nuevo
orden administrativo y para completar de una vez la unidad de la Renta
Nacional, no corresponde en todas sus partes a los principios que hoy informan
nuestra legislación fiscal. Además, el Decreto Reglamentario de esta Ley atribuye
al servicio de inspección y fiscalización de la Renta Nacional de Estampillas,
bajo la intervención directa del Despacho, la administración y liquidación
bienes nacionales, lo cual está en contradicción con los terminantes preceptos
de la Ley Orgánica de la Hacienda Nacional que definen y determinan
separadamente las funciones de administración y liquidación y las de recaudación,
inspección y fiscalización de las Rentas Nacionales. Es, pues, necesario poner
término a esta situación irregular, y adscribir, la administración y liquidación
de dichos ramos a una oficina autónoma de administración que desempeñe sus
funciones bajo un régimen propio, establecido de acuerdo con las prescripciones
fundamentales de la Ley Orgánica de la Hacienda Nacional. La Ley de Impuesto
Nacional de Estampillas, de 28 de junio de 1915, en la cual se corrigieron
muchos de los defectos de la Ley de 1913, que coexistió con el arrendamiento de
la Renta, exige importantes modificaciones; porque a los efectos de la aplicación
y el rendimiento de este impuesto, si no es posible establecer una minuciosa
reglamentación que prevea, especifique y tase todos los actos imponibles, tan
numerosas y variados como ocurren diariamente en las transacciones sociales,
tampoco pueden dejarse a la abstracta expresión de la Ley multitud de casos que
en distintas formas se presentan al funcionario fiscal y requieren pronta
resolución. En las Memorias de Hacienda, desde el año de 1916, se relatan las
consultas que ha tenido que evacuar el Despacho desde que se dictó la Ley,
consultas que han versado sobre la mayor parte de sus artículos; pues si el
segundo de ellos establece una disposición general para aplicar el impuesto,
los otros enuncian casos especiales que no caen bajo la regla primordial y
faltan algunos que determinen muchos actos tasables que por la vaguedad de la
Ley son hoy motivo de frecuentes consultas. Se debe por tanto, comenzar el
estudio de los efectos de la Ley en su diaria aplicación desde que fue dictada,
a fin de redactar una nueva cuya estructura contenga los elementos fijos para
aplicar el impuesto en cada caso con acierto y precisión irrevocables. Al estudiar
la modificación de estas dos leyes, convendrá revisar también las cotizaciones
del impuesto sobre herencias, legados y donaciones a extraños, que parecen
excesivas y perjudiciales a la movilización de la propiedad y que por los
recursos de que se valen los que quieren eludir el pago resultan
inaprovechables para el Fisco y dan ocasión a dilatadas y enojosas
investigaciones que estorban el funcionamiento regular de las oficinas.
Completada la legislación fiscal más urgente para llegar a la unidad; y
perfeccionamiento de la Hacienda Nacional, se ocupó el Despacho en las medidas
y trabajos necesarios para hacer cumplir estrictamente las nuevas leyes. Los
principios esenciales de estas leyes se habían difundido, ya ampliamente en el
organismo fiscal, porque fue práctica invariable del Despacho introducir
paulatinamente en el mecanismo de las oficinas y en los métodos de la actuación
administrativa, el concepto exacto de los principios que debían informar dichas
leyes, y asimismo registrar y analizar los datos que suministraba la práctica
diaria de las medidas tendientes a efectuar la reforma. Para complemento de
esta obra, queda ahora al Despacho la ardua labor de la reglamentación. Aun
cuando las leyes se redacten, como quería el filósofo, en los términos más
sencillos, porque se hacen para las inteligencias: mediocres y no para los
escasos genios, solo contendrán la expresión amplia y pura del ideal del
legislador, por lo que han de carecer siempre de los preceptos vulgares y de
los pormenores indispensables para aplicarlas rectamente en la variedad de
casos que se ofrecen al funcionario ejecutor en su actuación diaria. La ley sin
reglamentación es prácticamente infecunda e inaplicable; la eficacia de la Ley
y su consustancialidad con el organismo administrativo estriba esencialmente en
los métodos de aplicación que pauta el reglamento, el cual define y regula esos
detalles que en la rutina diaria van constituyendo el arraigo administrativo de
la ley. Estos detalles son los que palpa el empleado; con ellos, se habitúa, y
de este conjunto de pormenores que ocupan cotidianamente su atención depende la
vida misma de la ley que se vigoriza en la tradición del procedimiento, ligada
invariablemente a la tradición de la oficina.
En esta reglamentación ocupa lugar prominente la relativa a la Contabilidad
Fiscal. Ya ésta no es el confuso hacinamiento de números, del cual, hurgando
con la mayor acucia, no se podía sacar el dato que diera idea precisa de la
gestión administrativa y de la verdadera situación del Tesoro. Ahora ambos
aspectos se presentan claros al leer los extractos de las cuentas, pues en
ellos cifras exactas expresan el movimiento de cada ramo en modalidad
correspondiente a la función de la oficina. De este modo se ajusta la
contabilidad a los preceptos que ahora establece la Ley Orgánica de la Hacienda
Nacional. Esta define con precisión los principios que rigen las funciones de
las oficinas administradoras de rentas y las ordenadoras de pagos; frente a
estos dos órdenes de oficinas, cuya actuación constituye lo que propiamente
puede llamarse administración de la Hacienda Nacional, funciona el servicio de
Tesorería que hace efectivo los ingresos y los egresos autorizados por los
funcionarios competentes de las oficinas administradoras y ordenadoras. La
contabilidad de rentas y la contabilidad de gastos de estas oficinas, en los
asientos en que dan cuenta del resultado efectivo de sus operaciones de
liquidación, debe corresponder a los asientos de la contabilidad del Tesoro que
son consecuencia final de la actuación de las oficinas liquidadoras. Este
mecanismo permite a la Contaduría General de Hacienda, a donde se envían estas
cuentas para centralizarlas y examinarlas, establecer un cotejo perfecto entre
las operaciones efectuadas por las oficinas administradoras y las del Tesoro.
Para la cabal ejecución de estas importantes funciones de la Contaduría
General, es absolutamente indispensable que los reglamentos determinen con gran
precisión los documentos que deben formular y producir las oficinas, tanto para
garantizar la fidelidad de sus operaciones como para formar y comprobar los
asientos de sus libros. Esta elaboración de las reglas y modelos a que debe
sujetarse la Contabilidad Fiscal en sus diversos aspectos, debe ser objeto de
una perseverante y acuciosa atención en el Despacho de Hacienda, pues de la
perfectibilidad que alcancen dependerá la eficacia con que se apliquen en la
administración fiscal de los sabios principios de las leyes de Hacienda.
Otro elemento indispensable para darle vitalidad y acción fecunda a las
leyes fiscales consiste en el personal. La preparación de los empleados para
los puestos que han de desempeñar no puede sustituirse con ninguna cualidad
individual, cualquiera que ella sea. Si una vivaz inteligencia, un gran
espíritu de iniciativa, un intenso esfuerzo en el trabajo, un conocimiento
teórico de las leyes, son indudablemente fianzas del acierto, no pueden en
cambio reemplazar la eficacia en la labor administrativa de un empleado
competente en su ramo, experto en los servicios que maneja y experimentado en
los menores detalles de oficina. Una oficina que pasa de manos de un empleado
competente a manos de un empleado inexperto, sufre un trastorno profundo y está
expuesta a una desorganización que será gravemente perjudicial para sus propios
servicios y que contaminará con sus defectos e irregularidades a los demás
servicios y oficinas que con ella estén relacionados. Desde el año de 1913 sigue
este Despacho un sistema de instrucción gradual de los empleados de Hacienda, y
con él ha logrado organizar un personal idóneo para el servicio de cada ramo. El
método adoptado consiste en iniciar al empleado en el servicio del ramo a que
se destina, encargándole los trabajos más sencillos e instruyéndolo a la vez en
los objetivos de la ley y en las instrucciones dictadas para cumplirla; de modo
que al demostrar facilidad para la comprensión del mecanismo de la oficina y
actividad para ejercer las funciones que se le encomendaran, pueda obtener un
cargo titular en el ramo de que ya esta instruido. Además, saben estos
empleados que la medida de sus aptitudes comporta la mejora de su condición; y
así se estimulan para alcanzar en breve tiempo la recompensa del ascenso que el
Despacho otorga, sin necesidad de reclamo, al mérito, la fidelidad y la
honradez del servidor.
Si con toda esta labor, apenas puede tenerse por planteada y comenzada
la organización de la Hacienda Nacional, puede sí afirmarse que lo hecho hasta
ahora es precisamente lo más difícil; porque ha sido obra de completa reforma
para extirpar hábitos y procedimientos inveterados en una rutina estéril y
regresiva, y para encauzar por amplios caminos de grandes actividades la acción
de todos los elementos vitales para la organización fiscal.
Resume la anterior exposición la labor realizada durante el año y el
proyecto de los trabajos y con que en el año siguiente debía ocuparse del
Despacho. En cuanto al criterio que ha presidido la actuación administrativa,
ha continuado el Ministerio fiel a las normas que fijó el Ejecutivo Federal
desde el comienzo de la guerra para que pudiéramos sostener prudentemente el
equilibrio de nuestro Tesoro Público y continuar desenvolviendo con eficacia
los importantes servicios de la Administración Nacional. Hoy, cuando los
resultados visibles justifican el acierto de aquel plan administrativo,
conviene relatar su origen, los sólidos fundamentos en que se apoyaba, la firmeza
con que se realizó y los inapreciables beneficios alcanzados. Tal exposición es
necesaria para dejar constancia en nuestras tradiciones fiscales de un hecho
que importa enseñanzas útiles en la administración de la Hacienda, y para
trasmitir a las generaciones del porvenir, juzgadoras, imparciales y severas,
la noción justa del patriotismo con que procedió el Gobierno en los días más
amenazantes para la existencia nacional. Si procediendo con vacilaciones; por
medio de medidas y ensayos de carácter transitorio, para halagar la opinión pública
que en su optimismo pasajera la crisis, hubiera el Gobierno perdido el exacto
concepto de aquella calamitosa situación, habría marchado de fracaso en
fracaso, sin un criterio sereno que le sirviera de guía en la creciente confusión,
viendo disminuir cada día más los recursos del Tesoro y usando de medios
desconcertados para allegarlos, hasta llevar al país a la inevitable
bancarrota. Basta analizar la situación fiscal al comienzo de la guerra para
comprobar la verdad de estas aserciones.
Para el año económico que empezaba con la guerra, debía tenerse como
probable un gasto por lo menor igual al del año precedente, que llegó a B.
64.873.597,71, porque en el orden fiscal es ley constante que el presupuesto de
un año económico ejerza precisión sobre el del año siguiente, es decir, que
cada año los gastos públicos tiendan a ser mayores que los del año anterior.
Esta es consecuencia lógica del progreso con que marcha la administración pública;
puesto que en un país bien regido, su desarrollo general esta en relación con
el número y la calidad de los servicios públicos que mantiene el orden, la
seguridad, y el estímulo indispensables para el desenvolvimiento y adelanto de
todas las actividades sociales. Si el gasto efectivo debía ser por lo menor
igual al del año precedente, veamos con qué rentas podíamos contar para hacer
frente a un gasto anual de sesenta y cinco millones de bolívares. No podía ser
con la aduanera; que formaba el 75% de la renta general, pues era fácil prever
que el trastorno del comercio internacional la reduciría, rápidamente; previsión
exacta, como lo demuestra la comparación entre el promedio anual de esta renta
desde el 19 de julio de
El optimismo general acerca del breve proceso de esta crisis, el incentivo
de los intereses personales que no es otro que el bienestar presente, la
indiferencia con la cual suelen verse en ocasiones problemas graves para el
porvenir del país, la ignorancia y la aberración comunes en asuntos de economía
y finanzas, arrastraban la opinión tras la quiméricas combinaciones conque los
arbitristas, noveles profetas del bien público, pretendían que se mantuviese
inalterable el Presupuesto y que por tanto se aprontara un gasto anual de
sesenta y cinco millones de bolívares por lo menos; resolviendo naturalmente
este plan de sus imaginaciones con los dos medios más socorridos en toda ocasión
para acrecentar los dineros públicos: el aumento de las contribuciones -creando
nuevos impuestos y recargando los establecidos- y el empréstito.
A favor de estos arbitrios se pretendía hacer frente a un déficit que no
bajaría de 27 millones de bolívares por año; puesto que si la renta aduanera
produjo por junto B. 7.708.694,81 en los cuatro meses de septiembre a diciembre
de 1914, primeros en que a causa de la guerra comenzó a decaer nuestro comercio
internacional, no podía calcularse para esta renta un producto anual de más de 23
millones de bolívares, si no decaía más, suma que agregada a los 15 millones de
bolívares de la Renta Interna, suponiendo que ésta se mantuviese estable, habría
dado un total de renta de 38 millones de bolívares para hacer un gasto de 65 millones
de bolívares. Consideremos si era posible elevar los impuestos para cubrir este
déficit probable de 27 millones de bolívares cada año. La clasificación de
nuestras rentas fijará por sí sola el criterio. Ya se ha visto que en esa época
el 75% de la renta total lo componía la renta aduanera y consular, es decir, provenía
de los impuestos que se cobran por la introducción al país de las mercancías
extranjeras; el 25% complementario correspondía a las rentas internas cuyo
producto proviene en su mayor parte de los impuestos que gravan industrias y
consumos nacionales. Aumentar los impuestos aduaneros, recargar con nuevas contribuciones
los artículos de consumo que introducimos del extranjero, cuando precisamente
su precio se triplicaba y su entrada disminuía en más del 50% a causa de las
dificultades y restricciones del comercio internacional, hubiera sido agravar
la angustiosa situación de nuestro comercio -decretar tal vez su completa
paralización- y encarecer las subsistencias de nuestro pueblo hasta el punto de
condenarlo a la miseria. Y no menos males podía ocasionar el gravamen sobre las
industrias nacionales, las cuales apenas hubieran podido subsistir bajo el peso
de las nuevas contribuciones, que habrían ocasionado inmediatamente el alza de
los precios, la disminución del consumo, la inferior calidad del producto y la
paralización de gran número de obreros. Todo esto sin probabilidades de hacer
productivas las nuevas contribuciones, porque es doctrina económica y fiscal
que el impuesto no se improvisa: su aplicación, su cuota, su régimen legal y su
administración, deben resultar de reflexivos estudios y cálculos en los cuales
se considere el monto de la riqueza nacional, la actividad económica del
momento, la incidencia del impuesto, el estado actual de la materia tasable, la
cuota precisa, útil y equitativa de la contribución, los gastos que ocasionará
la administración y la recaudación, y cuantos elementos concurren a hacer
lógico y provechoso el establecimiento del impuesto.
En resumen, éste debe ser creado en el momento oportuno y en la forma
que tienda al más perfecto acuerdo entre las necesidades del Fisco y la fortuna
del contribuyente, para que se exija la contribución cuando más fácilmente
puede pagarse y en la cantidad que pueda satisfacer el contribuyente sin
menoscabar sus medios de vivir y prosperar. No podían, pues, crearse en un
instante nuevos impuestos, ni era oportuno establecerlos cuando suspendidas
casi todas las líneas de vapores que hacían el tráfico internacional;
restringida la importación extranjera, amontonadas en los puertos sin probable
salida de nuestras grandes cosechas de café y cacao; decaídos los precios de estos
frutos; instables los cambios; paralizado el crédito comercial; inactivas por
falta de materia prima nuestras industrias; encarecidas las subsistencias, las
nuevas contribuciones habrían aprovechado poco al Fisco y precipitado un
desastre que sólo pudo evitar la acción enérgica, reparadora y patriótica del
Gobierno.
El empréstito no tenía mejores fundamentos. Si desechando las lecciones
de la experiencia, que aún nos están enseñando cuanto cuestan no pocas veces a
las naciones débiles semejantes arbitrios, hubiéramos adoptado el especioso
recurso ¿dónde estaba la caja que se abriría para ofrecer algunos millones a
una lejana nación neutral? La voracidad de la guerra apenas si permitía a las
grandes naciones cubrir sus propios empréstitos; y ni aún habríamos podido
diferir el pago de nuestras actuales deudas; pues el Gobierno quedó bien pronto
persuadido de que las exigencias del acreedor no se atemperaban con la
consideración del conflicto ajeno, antes invocaba él las más apremiantes cláusulas
de un convenio que estrecha el crédito de la República. Además, debemos pensar
que el empréstito se resuelve siempre en un aumento de los impuestos; no es
sino un anticipo sobre rentas futuras que es necesario crear para cubrir los
gastos de intereses y amortización de la Deuda, mayores siempre que la cantidad
recibida. Aceptable es el sacrificio cuando el crédito no se destina como en
este caso, a un uso improductivo, a cubrir deudas administrativas, sino que
entra a circular libremente en la economía nacional como un caudal regenerador,
promoviendo la más rápida transformación progresiva. Todavía en este caso, el
Gobierno que anteponga a todo interés mezquino el supremo interés de la patria,
no puede, sin consciente preparación y estudio, comprometer al país con nuevas deudas
si considera atentamente el carácter fiscal de nuestra Deuda Exterior. Todavía
tiene ésta la antigua forma en que es requisito indispensable la caja de
amortización, es decir, la apropiación de una cantidad fija para amortizar la
deuda y la afectación, como garantía especial, de determinados ingresos de la
renta publica, cualesquiera que sean las contingencias del Tesoro, los
trastornos imprevistos en el orden económico, las exigencias crecientes del
progreso en el desarrollo del país; y no la forma moderna en que se prevén
estas contingencias y se deja completa elasticidad para fijar la cuota de
amortización de acuerdo con los recursos fiscales, siempre que se satisfagan cumplidamente
los intereses, y la cual es la única forma de empréstito verdaderamente útil
para las naciones y las otras que se desprenden de nuestros convenios, no es
posible recurrir al empréstito sin modificar previamente la condición actual de
nuestras deudas.
Con sereno criterio desechó el Gobierno los planes ilusorios y adoptó la
fórmula más sencilla y natural, que fue la organización del Presupuesto sobre
la base de los recursos con que se podía contar manteniendo, sí, inalterables
los gastos del crédito público.
Pero este plan, de economías no tenía por objeto dar vida precaria a la Hacienda y dejar que vegetaran las más importantes ramas de la administración pública. El Jefe de la Rehabilitación Nacional, como la mejor ofrenda que podía idear su patriotismo en la hora más crítica para la República, dictó un programa de intensa y fecunda organización de la Hacienda Nacional. Y así, manteniendo una prudente correlación entre las variaciones de la renta y los gastos efectivos, se pudo gastar en la mayor actividad de los servicios públicos y en el fomento del país una suma superior siempre en millones a la presupuesta, como lo demuestra este cuadro:
Y he aquí cómo atravesó felizmente Venezuela el período más severo de
esta crisis; cómo, además de sostener su vida económica, se estimuló el
desarrollo de su riqueza; cómo se duplicó la Renta Interna para obtener un
producto de 48 millones de bolívares con el cual se salvó el país del desastre
económico; cómo se pagaron las deudas gravosas; cómo se activó una fecunda administración
y se conservó y aumentó un Tesoro que no desangró al contribuyente ni
comprometió el crédito y el honor de la República.
Este resultado adquiere aún mayor realce si se considera que no se ha
interrumpido durante la guerra la acción progresista de la Causa
Rehabilitadora, y que precisamente es en ese lapso cuando se ha llevado a cabo
la parte principal en la completa transformación de la Hacienda Nacional. Basta
comparar lo que era nuestro organismo fiscal con lo que es hoy, para comprender
la grandeza de la obra. En efecto, unas leyes que por arcaicas, rígidas y
confusas, no suministraban ningún elemento adecuado para administrar
directamente las rentas nacionales, ni eran eficaces a cualquier propósito de
mejoramiento administrativo; un sistema de tributaciones sin norma legal y ni
base científica, las más de las veces variable capricho de gobiernos precarios;
una contabilidad formularía, el arbitrio del contador, falta de comprobación y
sobrada de palabra; la recaudación de la renta a merced del mismo funcionario
administrador; cuando no de agentes de algún arrendatario; la ordenación de los
pagos sin verificación ni cotejo; los empleados desprovistos de los más
importantes conocimientos de su función fiscal, acostumbrados a considerar el
puesto como prebenda justamente concedida a su valimiento político; las cajas del
Tesoro exhaustas siempre, o proveídas por medio de anticipos sobre las rentas,
hechos al halago de crecidos intereses; todo hacía de nuestra Hacienda Nacional
un organismo ruinoso a cuya precaria vida se acomodaban las necesidades del
Estado.
La transformación fiscal ha dado nueva, fecunda y perdurable existencia
a la Hacienda Pública.
Hoy, nuevas leyes fiscales establecen principios fundamentales, técnicos,
amplios y vigorosos, con los cuales se pueden plantear y desenvolver los más
vastos y provechosos sistemas de administración; las tributaciones se ciñen a
un régimen legal y no pueden ser caprichoso arbitrio del funcionario fiscal;
las rentas se administran directamente, con métodos acertados que las
consoliden y acrecientan; la contabilidad es sencilla, clara y comprobada
exposición de las operaciones de cada oficina; la contribución pasa
directamente de las manos del contribuyente a las cajas del Tesoro; los
empleados no son escogidos por la suerte y el favor, sino por su pericia en el
ramo que han de servir; la orden de pago tiene la legitimidad del servicio
prestado y la comprobación del documento auténtico, se rebajan constantemente
millones de bolívares del enorme peso de nuestros antiguos compromisos; se
pagan con puntualidad los intereses de las deudas públicas; se sostienen los
cuantiosos gastos de una administración continuamente progresista, y se
conserva en las cajas del Tesoro, libre de todo gravamen, a pesar de una de las
crisis económicas más severas que haya habido, un fondo de reserva en oro de más
de treinta millones de bolívares.
Con esta organización fiscal podremos de hoy más valorar acertadamente
la situación económica del mundo y sus vicisitudes en relación con nuestros
intereses nacionales, y adoptar en consecuencia las medidas que requieran las
circunstancias, ya para resguardar prudentemente los elementos primordiales de
nuestra vida fiscal y económica, ya para dirigir con inusitado impulso a la República
por el camino de su definitivo engrandecimiento, firme ideal de la Causa Rehabilitadora.
(Memoria de Hacienda, 1920).