Escrito por: Rafael Ángel Arráiz
(Diario “El Universal” - Jueves
22 de Diciembre de 1938)
Caracas,
17 de diciembre de 1938. Hace hoy tres años que murió el General Gómez en su
residencia campestre de Maracay .
Yo le
ví morir. Estuve a su lado durante las horas de su altiva agonía; oí sus
últimas palabras; contemplé las expresiones postreras de su rostro moribundo,
que delataban la persistente tortura de crueles dolores, mientras contemplaba
también intacta en la mesa de noche la ampolleta de sedol que se negó a poner;
ví cuando al despedirse de la vida abrió los ojos para besar el Cristo de marfil
que manos filiales habían colocado sobre sus labios; y, ya cadáver, besé su
frente cayendo sobre ella las lágrimas de mi pena, y estreché entre las mías
aquella mano varonil que durante veinte y siete años mantuvo en alto y con
gloria y sin que sufriera nunca ni la afrenta de una amenaza, ni la vacilación
de una incertidumbre, ni la perspectiva de un peligro, ni el sonrojo de una
debilidad, la Bandera
que cobijó la sombra augusta del Libertador.
Lleno
de solicitud conmovida, presté mi concurso en los preparativos del entierro,
que fue cesáreo; y ayudé a enjaezar para la ceremonia en la oficina de sus
hijos, que me son tan queridos, aquel su predilecto caballo de fuego como su
nombre: Fogonazo, en donde varias veces le vimos erguido pasando revista al
Ejército en parada, unas en las llanuras maracayeras, otras en el Campo de
Carabobo frente al soberbio Monumento que su devoción bolivariana levantó a la
gloria de nuestro Gran Padre y Señor. Metí mi hombro bajo el féretro
empenechado con la
Bandera Nacional ; y contemplé aquella manifestación
silenciosa que lo condujo hasta el sepulcro, comparable tan solo en solemnidad
a aquella otra manifestación estruendosa que pocos años antes le había
tributado el pueblo de Caracas, cuando al juramentar su última Presidencia le
condujo desde el Capitolio hasta Miraflores llevándolo casi a cuestas solitario
en su carro descubierto de doce cilindros.
Testigo
fuí de los acontecimientos de aquellos días. Testigo de las actitudes de sus
hombres; de las lágrimas que cayeron sobre su yerto cuerpo; de los gritos
escapados de pechos varoniles; de los húmedos ósculos que se estamparon sobre
su frente; testigo de todo aquel dolor silencioso, respetuoso, solemne, que
rodeó su sarcófago ante el cual se inclinaron espadas y charreteras, frentes y
corazones. Y cuando le dejamos allí, al abrigo de las florestas risueñas de
Aragua que el amó tanto o más que a sus nativas montañas andinas, legó a la
nación el tesoro de ese brillante Ejército que constituye el orgullo primordial
de la República ,
el sostén y seguridad de la patria, la perdurabilidad de las instituciones, del
hogar, de la familia, de las tradiciones venezolanas, de la majestad de la Bandera que ampara el
reposo de nuestros Héroes.
Ahora
después de tres años al volver a la
Patria , he recorrido todos aquellos sitios y las cosas
grandes que dejó a su paso y que eternizan su memoria; así como las cosas
humildes como su vida que le eran familiares, desde el retiro campesino que le
prestó refugio hasta el lecho angosto y de hierro sin cortinajes donde rindió
sin una queja su vida. Allí, en medio de las campiñas aragüeñas, fue donde con
sus propias manos colgó de los cintos varoniles las espadas que hoy son el
sustentáculo de la paz, y desde allí mantuvo siempre, como una advertencia, montada
su guardia de leones en las patrias fronteras para asegurar la integridad
nacional.
Y es
también ahora, a los tres años de su muerte, que me toca a mí, a un hombre
civil que le sirvió lealmente, responsablemente, y con un absoluto desinterés,
dejar sobre su tumba estas frases de consecuencia a su memoria, en medio de la
tempestad de ultrajes desatada contra ella y que es hija del contubernio
abominable del despecho impotente de la demagogia destructora.
Largos
años estuve al servicio del Gobierno que presidió el General Gómez en cargos de
confianza y teniendo a veces en mis manos la autoridad ejecutiva. Jamás recibí
de él la más pequeña insinuación que me obligara a saltar por sobre los límites
de la equidad y de la corrección; antes por el contrario, y yo no tengo reparo
en declararlo así, cuando me fue indispensable tal vez extralimitar la acción
en defensa de los intereses públicos puestos bajo mi responsabilidad, tuve
siempre necesidad, para no desmerecer en su confianza, de aclarar mis actitudes
y de justificar mi conducta. Nunca le oímos sino recomendar a sus servidores el
buen comportamiento; y no fueron pocos los amigos de su cariño, y hasta
familiares muy queridos, a quienes relegó para siempre de su lado como consecuencia de
injustificados procedimientos. Le serví en la más alta representación
diplomática y estuve como
Delegado del país en Conferencias Internacionales donde se ventilaron graves
cuestiones que interesaban a la
República. Y al recordar este honor, lo hago para afirmar que
siempre junto a su memorándum de instrucciones, venía de parte de él este
mensaje encendido como una antorcha de fiel nacionalismo: “Somos amigos de
todos, pero más que amigos de Venezuela; y a la hora de defender los intereses
de Venezuela, no somos amigos de nadie”.
Durante
los largos años también viví a su lado sin dejar de verle y de oírle un solo
día, durante varias veces. En esa permanencia a su lado tuve oportunidad de
acumular un precioso material que anda por ahí casi organizado, con el cual
espero contribuir en su hora al conocimiento de hechos y sucesos de nuestra
historia política, acaso sensacionales. En esos trabajos figuran sus hombres y
la colaboración que le prestaron; los proyectos que acarició y que en su mayor
parte fracasaron por el estatismo y la inercia de algunos; sus anhelos por
engrandecer el trabajo y la vida del campesino y sus necesidades, que siempre
puso por encima de las del obrero; y hasta sus visiones atrevidas de renovación
política hijas de su mirada de águila. Hasta hay en ese material cosas
regocijadas que pertenecen al género chico, que de todo tuvo a su lado: desde
el hombre de acción siempre listo para el sacrificio por la patria, hasta el
tipo pintoresco que vivió arrimado a la sombra de su luz, y el consumado actor
que supo representar su farsa y que nunca prestaron ni una idea, ni un
esfuerzo, ni una iniciativa, a la obra del bien público. En medio de todos fue
el único que siempre estuvo en su puesto sin desorbitarse un solo instante. En
la hora risueña, como
en las horas de tragedia, se encogía de hombros y con elegante desdén escuchaba
la algarabía estruendosa de los farsantes. Tenía la conciencia de su destino; y
siendo como era un hombre de extrema humildad, de una modestia insuperable que
no alteraron nunca los halagos de la vanidad, para representar a la patria, a la Magistratura que
ejercía, al poder público confiado a su pericia, invistió su figura de una
majestad respetuosa, de una incontrastable autoridad, de un atributo de mando
que no le abandonó ni cuando estaba tendido en su urna funeraria. Como Jefe de
Estado, en toda su vida y en cualquier instante de ella, guardó la postura
altiva de quien está oyendo el Himno Nacional o agitando en sus manos la Bandera de la Patria. Por eso nadie
antes que él dió nunca el primer paso. En medio de los pro-hombres que le
visitaban a menudo para rendirle pleitesía: Mariscales de Francia; Caudillos
victoriosos que mandaron legiones en la Guerra Mundial ; Jefes de
Estado; Ases de la Aviación ;
políticos notables; Literatos de fama; hombres de ciencia; diplomáticos;
mitrados; millonarios; grandes poetas; todo lo que es en fin orgullo y prez del
mundo moderno que pasó por su lado, sintió enseguida el desconcierto de su
personalidad extraordinaria ante la cual ninguna apareció nunca más alta. Hasta
cuando llegó a su poder como
una ofrenda la espada veterana de Tannenberg, la supo empuñar con su mano
fuerte de venezolano auténtico.
Nunca
le oí en los años que pasé a su lado pronunciar una palabra malsonante; ni
nunca le ví humillar a nadie; ni hablar mal de nadie; ni tolerar que en su
presencia se hablase mal de nadie; así fuese de sus más enconados enemigos, a
quienes siempre consideró hombres resueltos. La disciplina de su vida fue
perfecta, y se la infundió a todos: a sus hijos y a sus servidores, a jueces y
soldados, a civiles y militares. Fue el primer gobernante que llevó a los más
altos cargos de la milicia y de la magistratura a los hijos del pueblo que
habían sabido iluminar su vida por el trabajo, por la eficacia, por la competencia
y las virtudes. Hijo del pueblo como era, de genuina extracción popular, nacido
en la montaña y desde niño en lucha perenne con la existencia hasta llegar a la
cumbre donde llegó y poder “entrar a caballo en la historia”, su vida
constituye la más alta expresión del triunfo del personal esfuerzo, el ejemplo
más elocuente de hasta donde es capaz de llegar el hijo del pueblo venezolano
cuando lo alientan y fortalecen las virtudes de la fe, de la constancia y del
honor. No en balde, ni por obra de las casualidades, se manda veinte y siete
años en un país como Venezuela , ni se gobierna con la
autoridad con que supo hacerlo el General Juan Vicente Gómez, sin poseer un
magnífico tesoro de extraordinarias dotes. Quienes tratan de empequeñecer su
personalidad de venezolano, lo que hacen es reducirse ellos mismos al oscuro
rincón de su propia insignificancia.
Esta
pequeña página de recuerdo se la debía yo al General Gómez por un imperativo de
gratitud, que es para mí la suprema moral humana. Fuera de la estimación con
que me honró, del apoyo que le prestó como un lazarillo ideal a
los primeros pasos de mi juventud, agrego para cerrar estas líneas, un desahogo
de mis personales sentimientos que justifica la inquebrantable fidelidad de mi
recuerdo. Y es el siguiente:
Estaba
yo postrado en la Clínica
de los Mayo esperando ser sometido a una operación considerada mortal.
Advertido de este peligro por la voz de la sabiduría y de la ciencia para que
tomase las providencias del caso desesperado, seguro de morir, puse entonces
bajo el amparo de la piedad del General Gómez el único tesoro que he tenido en
mi vida y que son mi noble compañera y mis hijos. La respuesta no tardó horas. “Opérese tranquilo, que en caso desgraciado
yo velaré por su familia”.
Entonces,
ante aquel despacho que me venía de la patria lejana envuelta en el vago
perfume de la esperanza, me tendí tranquilo en la mesa de operaciones de la
célebre Clínica que es un orgullo de la humanidad. Había desaparecido la
preocupación torturante de mis pensamientos ante aquellas frases finales del cablegrama, cuyo
valor yo conocía.
En
efecto, no había realidad comparable a una promesa del General Gómez; ni nada
más seguro que su palabra; ni nada más firme que su diestra tendida; ni nada
más leal que sus brazos abiertos.
RAFAEL ÁNGEL ARRÁIZ