El gran escritor y periodista venezolano Luis Correa.
(Por: Luis Correa)
"La talla del General Juan Vicente Gómez como hombre público había crecido con los laureles de la victoria".
(Al General José Vicente Gómez, Segundo Vicepresidente de la República. Inspector General del Ejército).
Ganar la guerra fue el ideal supremo de Bolívar en los días aciagos en que la República sucumbía bajo los duros cascos de los caballos de Boves.
En los primeros años de la Independencia, confesaba el Libertador en 1828: "Se buscaban hombres y el primer mérito era ser valiente; de todas clases eran buenos con tal de que peleasen con brío. A nadie se podía recompensar con dinero, porque no había; sólo se podían dar grados militares para estimular el entusiasmo y premiar las hazañas. Así es que hombres de todas las castas se hallan hoy entre nuestros generales, jefes y oficiales, y la mayor parte de ellos no tienen otro mérito que el valor brutal, que ha sido tan útil a la República, haber matado muchos españoles y haberse hecho temibles. Negros, zambos, mulatos, blancos, hombres de todas las clases que en el día, en medio de la paz, son un obstáculo para el orden y la tranquilidad; pero fue un mal necesario".
Fue también un mal necesario, para que la Patria no pereciera en las hecatombes de los años terribles, conmover hasta sus cimientos el edificio colonial; sacrificar las riquezas acumuladas en luengos años de pacíficas labores; transformar radicalmente las costumbres; permanecer indiferentes o sonreír con amargura ante el odio a la inteligencia que exhibían algunos militares; conformarse con que prevaleciera la patriccita de los caudillos sobre el alto, noble y desinteresado ideal de una América fuerte y unida.
Cuando se ganó la guerra en Ayacucho y comenzaron para Bolívar los tormentos de la administración, un vallado insalvable, formado por los prejuicios y los intereses creados en veinte años de combates sin tregua, se oponía a las tareas de la reconstrucción. Nada hay más doloroso que la pintura hecha por el propio Bolívar a su tío Feliciano Palacios, en una de las cartas más bellas que brotaron de su corazón entristecido. El abrazo a Páez en Puerto Cabello; la entrada con él a Caracas, donde todo había sido devorado por los estragos del tiempo inexorable en la cruel guerra de los hombres feroces; la incertidumbre de los días de Ocaña y los puñales del 25 de septiembre, fueron el pórtico de un drama esquiliano más grande que los de Esquilo.
La Independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de todos los demás, escribía el Héroe en un anticipado reto a la posteridad, y despreciando la clámide cesárea aparece desde entonces, ante la conciencia de América y del mundo, Padre Libertador, en la actitud desdeñosa con que se le esculpió Tenerani, y lo grabó en sus versos, como en una medalla, un gran poeta colombiano.
Muerto Bolívar, y consumada la separación de los tres pueblos que integraron la Gran Colombia, el General Páez aparece en 1830 como el hombre de Venezuela. Él es el Jefe Único, el Esclarecido Ciudadano llamado a presidir una nueva etapa de nuestra evolución política y social. A su voz se pliegan para dulcificarse o desaparecer los brutales instintos de la soldadesca. Desde 1826 lo rodea un grupo de hombres eminentes que han vislumbrado el papel que habrá de jugar aquel hombre poderoso, incontrastable como una fuerza de la naturaleza. Se impone, tarea de cíclopes, la limpia de escombros gigantescos: poner el país a marchar por sus antiguos cauces, en el goce de pacífico bienestar. El Páez rudo, salvaje de sus enemigos y detractores, comprende lo que la Patria exige de él, se aviene a las opiniones de sus consejeros, unifica su partido, salva, en una palabra, las tradiciones rotas por la prolongación de una guerra formidable. Al finalizar su segundo período presidencial contempla con orgullo la situación establecida y recomienda a los Legisladores que cuiden con esmero de la moral de los pueblos.
Desgraciadamente el núcleo director de la política creyó que sólo en este consejo estribaba la felicidad de la nación, olvidándose que nada permanece estacionario y que todo marcha bajo las inaplazables leyes del progreso. Restauradas las costumbres bajo un régimen patriarcal y severo, se pensó que no había nada más que hacer, sin fijarse en que la guerra de la Independencia había trasmutado los valores y que desde 1814 la democracia minaba sordamente el organismo nacional, conduciendo a las multitudes hacia una inevitable nivelación.
Comenzó la prédica de la prensa contra los Poderes establecidos, en lucha por la alternabilidad de los cargos públicos, y aparecieron en la arena los campeones de las nuevas ideas, movidos unos por la fe sincera de sus convicciones y otros por bastardos intereses personales. Tocó al General José Tadeo Monagas preparar la efectividad de esos anhelos populares frente a la reacción conservadora, representada por el capitalismo de hacendados y comerciantes. Fue la de los Monagas, como toda época de transición, fértil en buenas acciones y en errores lamentables, que toca desentrañar y juzgar a las inteligencias libres de prejuicios.
Lanzado el país a la matanza fratricida, se perdieron como en la Independencia los beneficios de una labor tesonera; desapareció la riqueza pública; sabían a sangre los frutos de la tierra; se aclimataron hábitos levantiscos y de holganza, y fuimos sometidos a las más duras pruebas, y al deshonor y al escándalo de la América.
Triunfante la Federación el General Falcón, valeroso y magnánimo, no tuvo la energía ni la visión política que reclamaban las circunstancias, y desde 1863 hasta 1870 anduvimos a ciegas sin encontrar el guía que nos sacara por el buen camino.
La igualdad política, como gaje de los sacrificios que acababan de hacerse, quedó consagrada en nuestra Carta Fundamental, pero el pueblo clamaba en vano por una situación de orden y por la implantación efectiva de más avanzadas prácticas de gobierno. Con el apartamiento censurable de los hombres más destacados del Partido Conservador, Guzmán Blanco se encontró solo frente a una situación difícil y peligrosa. Él echó al punto manos a su energía teatral, pero firme y sostenida; centralizó la administración fiscal y fijó rumbos duraderos a nuestros adelantos materiales. No pudo, sin embargo, extinguir rencores ni apaciguar los ánimos. Su temperamento orgulloso y los resquemores dejados en su espíritu por la lucha, no lo hacían apto para una obra sincera de conciliación, y frente a la oligarquía conservadora que fue el fantasma de toda su vida, creó una oligarquía liberal formada por los jefes y oficiales de la Federación y por los civiles que se plegaron dócilmente a su férrea voluntad. Paz verdadera no la hubo nunca bajo su largo predominio; el país se fatigaba en choques y enconos lugareños, en odio de banderías, que él no supo o no pudo extinguir, y su nombre quedará en la historia como el de un administrador hábil, de imaginación brillante y de inteligencia rápida y segura.
El General Joaquín Crespo exaltó la amistad, condición la más sobresaliente de su vida pública y privada, y sus dos administraciones se caracterizan por una tolerancia destinada a mantener el equilibrio de las aspiraciones en pugna.
Mientras tanto tomaba cuerpo en el país el deseo de reaccionar contra el Caudillismo imperante. Hombres gestados, resumían ellos solos todas las influencias, y medraban a la sombra de una bandera que representaba el triunfo de una idea gloriosa pero ya deslucida por los años. El General Cipriano Castro traicionó todas las esperanzas, holló todas las conveniencias, y llevó su inconsecuencia a la lealtad partidaria hasta extremos que hicieron inevitable su caída. Desengañado de mentidas promesas, víctima de sus entusiasmos y de su índole generosa, carne de cañón explotada por ambiciosos sin conciencia, el pueblo venezolano suspiraba por una situación estable de orden, de paz y de progreso. La talla del General Juan Vicente Gómez como hombre público había crecido con los laureles de la victoria, no manchada por ningún crimen frente a las deformaciones morales y los propósitos malsanos del General Castro. Así, cuando ascendió al Poder, y sintetizó su programa de gobierno en la frase memorable: por la Patria y por la Unión, cristalizó en ella el grito de la conciencia nacional, la aspiración dominante de un pueblo aleccionado por el dolor.
Y como fue la obra de Bolívar, Jefe Supremo, ganar la guerra, es decir la Independencia; la de Páez eslabonar las tradiciones coloniales con los usos y costumbres de la República, y la de Guzmán Blanco renovar el engranaje administrativo: corresponde al General Gómez ganar la paz; salvarla de las asechanzas del Caudillismo anacrónico que de nuevo pretende levantar la cabeza; infundir, sostener y propagar el horror de la guerra, y poner el país en condiciones de evolucionar sin sacrificios de sangre ni bárbaras inmolaciones colectivas.
La paz de Venezuela, la paz del General Gómez, la paz que estamos obligados a defender todos los venezolanos, significa la redención de nuestro Crédito, la cancelación de las dos terceras partes de la Deuda originada por la Independencia y acrecentada en el transcurso de los años por la imprevisión y la codicia; la inversión de cuantiosas sumas, que en otros tiempos parecerían fabulosas, en obras de pública utilidad; el pago puntual del Presupuesto y la colocación del país en un nivel económico que le ha permitido afrontar, sin sacrificios ni vergüenzas, conflictos de magnitud como el desequilibrio mundial producido por la Guerra Europea.
La paz de
Venezuela, contra la que conspira en el Exterior un grupo de descontentos, de
inadaptados, de generales sin prestigio y de intelectuales sin trascendencia,
es la que ha devuelto su dignidad al Ejército y ha dado a la Patria el puesto
honorífico que reclamaba la excelsitud de sus antecedentes históricos; la que
ha completado la unidad nacional, sueño de los Libertadores, con una red de
carreteras de más de tres mil kilómetros acercando al centro nuestras lejanas
fronteras, y puesto nuestras incipientes poblaciones en aptitud de conocerse
mejor, de darse la mano, de ayudarse mutuamente, de manera que ya no es una
cosa del otro mundo, una resurrección de la Edad Media viajar a Caracas a San
Fernando, ni de Ciudad Bolívar a San Cristóbal.
La paz de Venezuela significa la reducción de la criminalidad, por la represión activa y sistemática del delito, y la persecución, sin contemplaciones de ninguna especie, de los bandidos, los holgazanes y los cuatreros que infestaban algunas de nuestras regiones.
Ir contra esa paz, lo digo con conocimiento de la historia de nuestro país, cerca, muy cerca del corazón del pueblo venezolano, es herir lo más hondo, lo más sensible, lo más doloroso de la entraña nacional.
En el taller, en la escuela, en el liceo; en el laboreo humilde de la tierra y en el empuje vigoroso que reciben las industrias; en el culto de nuestros grandes hombres, lejos de la violencia y de las ambiciones desatentadas, se ha formado una generación que no sabe, que no quiere saber lo que es la guerra.
Horror, pues, a la guerra; horror a la guerra que lleva en sí las maldiciones del vientre infecundo y de la tierra estéril; horror a la guerra, que corrompe las energías ciudadanas y da pábulo al ascenso de los menos aptos y de los más audaces; horror a la guerra y amor, eterno amor a la paz que remueve y fecunda hasta los légamos más impuros. No hay otro camino para las conciencias honradas y los hombres de buena fe.
Luis Correa
(Publicado en el Periódico "El Nuevo Diario", el 11 de septiembre de 1923).