viernes, 21 de agosto de 2015

LA REPÚBLICA DE VENEZUELA


Una moneda sana y un hombre honrado han transformado a Venezuela. Juan Vicente Gómez, hijo de las montañas, fuerte, sencillo, tenaz. 

Publicado en “El Día Gráfico” de Barcelona (España).

La carta que anteriormente nos ha dirigido don Simón Barceló, notable escritor venezolano cuya labor es bien conocida de cuantos laboramos por el perfecto acuerdo que debe en todo tiempo reinar entre nuestra vieja España y las naciones hispanas del Nuevo Continente, nos obliga a repetir lo que tantas veces hemos afirmado: que es sorprendente, por no decir aflictivo, el desconocimiento o la indiferencia que profesamos hacia esas energías jóvenes, asombro hoy del universo, que debieran ser, en medio de la gran tristeza nacional, fuente de gratas emociones para todo español capaz de enorgullecerse de la lozanía de esas ramas del tronco patrio, mutilado glorioso con retoños que son ya árboles gigantescos, cuya sombra cobija millones de almas que hablan el idioma castellano y llevan en sus venas la sangre gloriosa del conquistador o la más humilde, pero también roja y española, del campesino peninsular que emigró en busca del terruño menos ingrato o de instituciones más democráticas.

Mucha Casa de América; mucha Fiesta de la Raza; mucha pamplina rimbombante en mala prosa y peores versos, y después…nada. Con el burbujeo de la última copa de champaña se evapora la esencia de las ideas cambiadas, y al separarse los manifestantes, la mayoría se olvida hasta de la Argentina, cuya capital es la primera ciudad española del mundo, y con seguridad ignora dónde queda Caracas o La Paz y qué significan para España las relaciones comerciales que lleva con las Repúblicas de Venezuela y Bolivia.

Venezuela situada al norte de la América del Sur, en una situación privilegiada, es casi dos veces más grande que España, y sus tres millones de habitantes ocupan una mínima parte de un suelo que produce los frutos del trópico y la mayoría de los de Europa. Diezmada durante largos años por la guerra civil, y apegada al cultivo del café, el cacao y la caña de azúcar, durante muchos años poco remunerativo. Un Gobierno enérgico y progresista y el elevado precio actual de sus frutos le han creado una prosperidad sin precedentes.

Todo cuanto allí germina se necesita en España, donde el café de primera, el cacao de Caracas, sin rival en el mundo, el azúcar, el caucho, las carnes congeladas, tan buenas como las de la Argentina, tienen ya de antaño, gran aceptación. En Venezuela se consumen con preferencia los productos de la industria española y hasta los billetes de lotería y las estrellas del toreo encuentran allí una acogida entusiasta, digna de mejor causa.

Venezuela, el antiguo feudo de la Compañía Guipuzcoana, la tierra cuyas capitales de provincia se llaman Valencia, Barcelona, Mérida y Trujillo, en recuerdo de la procedencia de sus fundadores, es tal vez la más española de las repúblicas hispanoamericanas. Patronímicos y blasones que acusan parentesco con nuestra nobleza son timbre de orgullo de su aristocracia; de esa cepa surgió Bolívar, cuyo escudo de armas figura con su rueda de molino en la heráldica de Vizcaya y de Caracas; nos vino también Andrés Bello, ese gran castellano que fue considerado en Madrid como el primer hablista de sus días.

Una moneda sana y un hombre honrado han transformado a Venezuela. Juan Vicente Gómez, hijo de las montañas, fuerte, sencillo, tenaz como un buen aragonés, impuso su fórmula de paz y trabajo y con la resolución de un Cortés o un Pizarro acabó con la política de respeto a los caciques rurales y a los cortesanos y señaló el rumbo a las dormidas energías de su pueblo, encaminándolas al cultivo de los campos. La lucha fue ruda, pero la convicción del caudillo del trabajo hizo milagros. Hoy todos creen en él, porque a todos los ha enriquecido. Ya nadie anhela la pitanza del político profesional porque todos los propietarios tienen dinero e independencia.

Ocupémonos seriamente, comercialmente de esas Españas de allende el mar que nos tienden los brazos y viven con una confraternidad que nosotros necesitamos tal vez más que ellas, para que el mundo hispano, que pasa hoy de ciento veinte millones de hombres, pese en los destinos de la humanidad, desangrada y desesperanzada. Es necesario proceder a una evaluación de intereses primero, y de ideales después, ya que hoy en día yace postrado nuestro señor Don Quijote mientras Sancho, el innoble oportunista ve convertirse en Insula Barataria el terreno que pisa su pollino al recorrer el desolado y conocido campo de Montiel…

En las columnas de El Día Gráfico encontrarán siempre hospitalidad los pensadores y estadistas hispanoamericanos que, como Simón Barceló, laboran por el engrandecimiento de la raza y el culto de la tradición.

4 de junio de 1920.