martes, 22 de septiembre de 2020

EL HOMBRE NECESARIO

 (Por: Arturo Hidalgo R.)

El Presidente de la República, Benemérito General Juan Vicente Gómez, recibiendo sonriente un ramo de flores lanzado desde el cielo maracayero por la Aviación Militar Venezolana, fundada por su persona, siendo acompañado con el cariño y admiración del pueblo aragϋeño. Año 1930.

Nunca se aprecia un bien hasta que se pierde, ni un mal hasta que se siente. 

Cuatro o cinco meses antes de su muerte ordenó el General Juan Vicente Gómez, Presidente de la República de Venezuela, que no se les diera de comer a las gallinas de “Las Delicias” durante 24 horas. Al día siguiente, se encaminó hacia ellas y les arrojó un grano de maíz, el cual desapareció en el acto como por arte de magia. Gómez se dirigió entonces a sus acompañantes preguntándoles si podrían decirle cuál gallina se había comido el granito, y ante la unánime respuesta negativa comentó el sabio Presidente:

“Pues eso es lo que va a ocurrir cuando yo muera. Se va a acabar el Tesoro, y nadie va a saber quién se lo cogió”.

La fantástica danza y desaparición de los millones que presenció vergonzosamente nuestra República, después de la muerte del Benemérito General Gómez, nos trae a la memoria aquella curiosa e interesante anécdota como una gran lección.

Impresionante manifestación del pueblo de Caracas rodeando el edificio del Congreso Nacional, aclamando con delirante entusiasmo al Presidente de la República, Benemérito General Juan Vicente Gómez. Vista de la esquina de La Bolsa, el 13 de julio de 1931.

El 17 de Diciembre de 1935, murió en la ciudad de Maracay el General Juan Vicente Gómez, después de haber pacificado y rehabilitado la República. Había encontrado a Venezuela pobre y humillada por el bloqueo de poderosas naciones y la dejó rica y respetada; la encontró agobiada por las deudas y la dejó solvente; la encontró con sus pueblos aislados entre sí y la dejó cruzada por carreteras; organizó las finanzas; creó la industria petrolera; fomentó compañías ganaderas, lactuarios, telares, jabonerías y fábricas de papel; estableció los subsidios y créditos agrícolas sin objetivos políticos; construyó los edificios que realmente se necesitaban entonces y numerosos acueductos y cloacas; decuplicó las escuelas; modernizó el Ejército: erigió los grandiosos monumentos que reclamaban las glorias de nuestros libertadores; transformó a Maracay en orgullo de la arquitectura urbana de Venezuela, y nos dejó ciento veinte millones de bolívares en caja.

Si eso hizo en lo administrativo, no menos hizo en lo político y social. Había encontrado a Venezuela víctima de las ambiciones de numerosos caudillos y eran el crimen, los robos y atracos espectáculos corrientes en las calles de Caracas. Tenía frente a él una situación bochornosa e insoportable que había que eliminar, y la eliminó con la habilidad, el sentido común, la firmeza y la rectitud que le eran característicos.

Se necesitaba paz y la impuso con persuasión y rigor. Se necesitaban carreteras y no había rentas sino vagos y maleantes: pues hizo con vagos y maleantes algunas carreteras que no podía construir con rentas. De esa manera hacía dos cosas útiles: carreteras y hombres.

La creación de nuevas riquezas, el sosiego de la familia venezolana y el prestigio de la nación reclamaban orden y seriedad, y él impuso el orden y la seriedad. El hombre de trabajo, y que de su trabajo vive, exige orden, garantías, seguridad personal y estímulo para sus actividades, Gómez se los dio a Venezuela.

Fue un gobierno práctico y ajustado al ambiente y a las necesidades nacionales. Versados en industrias, finanzas y leyes mineras fueron sus principales colaboradores, y sus verdaderos amigos los agricultores, los criadores y los soldados valerosos y leales.

Su indiscutible personalidad y la general convicción de que actuaba paternalmente y con una vehemente responsabilidad de sus actos, así como su instintiva repulsión por los llamados aristócratas venezolanos, y su cariño y consagración a los humildes y trabajadores hombres del campo, le granjearon la adhesión popular.

A la muerte del General Gómez, nuestra nación fue víctima de charlatanes, vocingleros y parásitos, que nos lanzaron a un caos sin precedentes, en el cual reinaron desenfrenadamente la falta de garantías para el trabajo, la inseguridad personal, la alarmante carestía y escasez de alimentos, el asombroso incremento de la burocracia y con ella la vagancia, y el despilfarro de las enormes rentas provenientes de nuevos impuestos y de la industria petrolera, que a fuerza de orden, competencia, honradez y respeto, logró crear y desarrollar el Presidente Gómez.

Por eso ahora saben más a verdad las palabras del propio General Eleazar López Contreras cuando se expresó diciendo que la muerte del General Juan Vicente Gómez era una pérdida irreparable para la Patria.

Cuando vemos las indiscutibles realizaciones de Gómez, casi unánimemente reconocidas ahora, y el tremendo, trágico y ridículo fracaso de sus detractores, tenemos la impresión de que hemos recibido una dura lección de la realidad, para aprender que por regla general ningún vocinglero charlatán o insultador sirve para nada, aunque le den todos los medios, inclusive el poder, para que haga lo que piense o desee.

Desde que se inició en el poder, tuvo el Presidente Gómez la orgullosa resolución nacionalista de cancelar todas las deudas externas de Venezuela, y realizó este propósito como todos los que se impuso en la vida.

“Tenemos que abrir esa carretera”, “tenemos que trabajar”, “tenemos que producir”, eran las expresiones con las cuales espoleaba corrientemente Gómez para el trabajo y la producción. Su primitivo nacionalismo, y el orgullo de ser un gobernante responsable, le hacían pronunciar estos deseos: “tenemos que trabajar”, “tenemos que producir”, y ya sabemos que los deseos de Gómez eran órdenes. Así, bajo su gobierno, había carne venezolana, que iba hasta el Japón envasada en la Compañía Ganadera Venezolana, leche ordeñada de vacas venezolanas, gallinas, huevos, queso, mantequilla, caraotas y azúcar venezolanos, telas, papel y jabón venezolanos, y especialmente el orgullo de ser venezolano.

Murió Gómez. Se perdieron y murieron las vacas y gallinas, se secaron las sementeras y abandonaron las fábricas, y ahora, por culpa del llamado gobierno de sus más enfurecidos detractores, los venezolanos comen carnes de Nicaragua o de Argentina; azúcar, maíz y caraotas de Cuba, Santo Domingo o Puerto Rico y huevos norteamericanos; beben leche de Oklahoma o de Texas y aceites de España; leen periódicos impresos en papel sueco o ruso y se arropan con telas de Brasil, y el orgullo de ser venezolano vino a menos con los actos de unos infelices que se dedicaban a reclamar de los Estados Unidos la solución de nuestras necesidades, como si aquellos estuviesen obligados a alimentarnos y vestirnos y nosotros fuésemos alguna colonia, dominio o protectorado suyo. Reclamar de los Estados Unidos el aumento de cupos de alimentos y vestidos suena al oído como la exigencia de un niño a su padre, y es al mismo tiempo la evidente demostración de la incompetencia e irresponsabilidad de un grupo que la había dado en llamarse gobierno y quería que otros gobernasen por él.

“El pueblo de Venezuela tiene que trabajar y producir” era la consigna del General Gómez, y el pueblo trabajaba y producía.

ARTURO HIDALGO R.

(BALANCE DE DOS ÉPOCAS. TIPOGRAFÍA LA NACIÓN, CARACAS, 1948).