domingo, 25 de junio de 2023

ROMÁN CÁRDENAS: MEMORIA MINISTERIO DE HACIENDA 1919

El doctor Román Cárdenas, quien mediante una consagración inteligente y patriótica, ha venido interpretando las ideas del Benemérito General Juan Vicente Gómez, Jefe de la Rehabilitación Nacional; ha creado la Renta Interna, unificado el Fisco y contrarrestando el riesgo de una crisis económica nacional, emergente de la guerra europea. El señor doctor Cárdenas, emprende ahora la modernización del ramo de Hacienda, culminación de sus labores oficiales.


EXPOSICIÓN DE MOTIVOS

DEL MINISTRO DE HACIENDA

AL PRESENTAR LA MEMORIA EN 1919

 

INTRODUCCIÓN

Dedicó el Despacho los primeros meses del año, a finalizar los proyectos de leyes que recomendaba al Congreso de 1918, las cuales, ajustadas a las ideas expuestas, vinieron a constituir junto con las leyes que desde 1915 iniciaron el nuevo cuerpo de Leyes de Hacienda, un todo homogéneo cuyas diversas partes han sido elaboradas a la luz de unos mismo principios, desarrollados con estricta lógica y escogidos con el invariable propósito de dar eficaz y sólida unidad a nuestra Legislación Fiscal. Componen hoy esta obra, la Ley Orgánica de la Hacienda Nacional, esencia de los principios más avanzados en la ciencia fiscal, adaptados a nuestro medio; la Ley de Crédito Público, que sometió este ramo a un régimen de estricta regularidad, con el cual las operaciones de mayor trascendencia para el crédito de la Nación estarán siempre bajo la guarda de la ley y podrán ser examinadas y juzgadas rectamente; la Ley de Aduanas, que vino a modificar rígidas pautas del antiguo régimen aduanero y a introducir elementos renovadores, eficaces al más vasto desarrollo de nuestro comercio; las leyes que rigen las Rentas de Licores, Cigarrillos, Estampillas y Salinas, que han permitido fundar sólidamente la administración directa de esas Rentas y su creciente auge; la Ley de Impuesto de Papel Sellado Nacional, con la cual se incluyó en el novísimo orden fiscal este ramo que venía regido por una ley inadecuada para administrarlo eficazmente y que no había sufrido modificaciones esenciales desde los primeros tiempos de la República y la Ley del impuesto sobre sucesiones y otros ramos de la Renta Nacional. Esta última, promulgada el 28 de junio de 1915, reglamentada por decreto de 9 de agosto de 1916, y que fue como medida transitoria para disciplinar ramos que estaban excluidos del nuevo orden administrativo y para completar de una vez la unidad de la Renta Nacional, no corresponde en todas sus partes a los principios que hoy informan nuestra legislación fiscal. Además, el Decreto Reglamentario de esta Ley atribuye al servicio de inspección y fiscalización de la Renta Nacional de Estampillas, bajo la intervención directa del Despacho, la administración y liquidación bienes nacionales, lo cual está en contradicción con los terminantes preceptos de la Ley Orgánica de la Hacienda Nacional que definen y determinan separadamente las funciones de administración y liquidación y las de recaudación, inspección y fiscalización de las Rentas Nacionales. Es, pues, necesario poner término a esta situación irregular, y adscribir, la administración y liquidación de dichos ramos a una oficina autónoma de administración que desempeñe sus funciones bajo un régimen propio, establecido de acuerdo con las prescripciones fundamentales de la Ley Orgánica de la Hacienda Nacional. La Ley de Impuesto Nacional de Estampillas, de 28 de junio de 1915, en la cual se corrigieron muchos de los defectos de la Ley de 1913, que coexistió con el arrendamiento de la Renta, exige importantes modificaciones; porque a los efectos de la aplicación y el rendimiento de este impuesto, si no es posible establecer una minuciosa reglamentación que prevea, especifique y tase todos los actos imponibles, tan numerosas y variados como ocurren diariamente en las transacciones sociales, tampoco pueden dejarse a la abstracta expresión de la Ley multitud de casos que en distintas formas se presentan al funcionario fiscal y requieren pronta resolución. En las Memorias de Hacienda, desde el año de 1916, se relatan las consultas que ha tenido que evacuar el Despacho desde que se dictó la Ley, consultas que han versado sobre la mayor parte de sus artículos; pues si el segundo de ellos establece una disposición general para aplicar el impuesto, los otros enuncian casos especiales que no caen bajo la regla primordial y faltan algunos que determinen muchos actos tasables que por la vaguedad de la Ley son hoy motivo de frecuentes consultas. Se debe por tanto, comenzar el estudio de los efectos de la Ley en su diaria aplicación desde que fue dictada, a fin de redactar una nueva cuya estructura contenga los elementos fijos para aplicar el impuesto en cada caso con acierto y precisión irrevocables. Al estudiar la modificación de estas dos leyes, convendrá revisar también las cotizaciones del impuesto sobre herencias, legados y donaciones a extraños, que parecen excesivas y perjudiciales a la movilización de la propiedad y que por los recursos de que se valen los que quieren eludir el pago resultan inaprovechables para el Fisco y dan ocasión a dilatadas y enojosas investigaciones que estorban el funcionamiento regular de las oficinas.

Completada la legislación fiscal más urgente para llegar a la unidad; y perfeccionamiento de la Hacienda Nacional, se ocupó el Despacho en las medidas y trabajos necesarios para hacer cumplir estrictamente las nuevas leyes. Los principios esenciales de estas leyes se habían difundido, ya ampliamente en el organismo fiscal, porque fue práctica invariable del Despacho introducir paulatinamente en el mecanismo de las oficinas y en los métodos de la actuación administrativa, el concepto exacto de los principios que debían informar dichas leyes, y asimismo registrar y analizar los datos que suministraba la práctica diaria de las medidas tendientes a efectuar la reforma. Para complemento de esta obra, queda ahora al Despacho la ardua labor de la reglamentación. Aun cuando las leyes se redacten, como quería el filósofo, en los términos más sencillos, porque se hacen para las inteligencias: mediocres y no para los escasos genios, solo contendrán la expresión amplia y pura del ideal del legislador, por lo que han de carecer siempre de los preceptos vulgares y de los pormenores indispensables para aplicarlas rectamente en la variedad de casos que se ofrecen al funcionario ejecutor en su actuación diaria. La ley sin reglamentación es prácticamente infecunda e inaplicable; la eficacia de la Ley y su consustancialidad con el organismo administrativo estriba esencialmente en los métodos de aplicación que pauta el reglamento, el cual define y regula esos detalles que en la rutina diaria van constituyendo el arraigo administrativo de la ley. Estos detalles son los que palpa el empleado; con ellos, se habitúa, y de este conjunto de pormenores que ocupan cotidianamente su atención depende la vida misma de la ley que se vigoriza en la tradición del procedimiento, ligada invariablemente a la tradición de la oficina.

En esta reglamentación ocupa lugar prominente la relativa a la Contabilidad Fiscal. Ya ésta no es el confuso hacinamiento de números, del cual, hurgando con la mayor acucia, no se podía sacar el dato que diera idea precisa de la gestión administrativa y de la verdadera situación del Tesoro. Ahora ambos aspectos se presentan claros al leer los extractos de las cuentas, pues en ellos cifras exactas expresan el movimiento de cada ramo en modalidad correspondiente a la función de la oficina. De este modo se ajusta la contabilidad a los preceptos que ahora establece la Ley Orgánica de la Hacienda Nacional. Esta define con precisión los principios que rigen las funciones de las oficinas administradoras de rentas y las ordenadoras de pagos; frente a estos dos órdenes de oficinas, cuya actuación constituye lo que propiamente puede llamarse administración de la Hacienda Nacional, funciona el servicio de Tesorería que hace efectivo los ingresos y los egresos autorizados por los funcionarios competentes de las oficinas administradoras y ordenadoras. La contabilidad de rentas y la contabilidad de gastos de estas oficinas, en los asientos en que dan cuenta del resultado efectivo de sus operaciones de liquidación, debe corresponder a los asientos de la contabilidad del Tesoro que son consecuencia final de la actuación de las oficinas liquidadoras. Este mecanismo permite a la Contaduría General de Hacienda, a donde se envían estas cuentas para centralizarlas y examinarlas, establecer un cotejo perfecto entre las operaciones efectuadas por las oficinas administradoras y las del Tesoro. Para la cabal ejecución de estas importantes funciones de la Contaduría General, es absolutamente indispensable que los reglamentos determinen con gran precisión los documentos que deben formular y producir las oficinas, tanto para garantizar la fidelidad de sus operaciones como para formar y comprobar los asientos de sus libros. Esta elaboración de las reglas y modelos a que debe sujetarse la Contabilidad Fiscal en sus diversos aspectos, debe ser objeto de una perseverante y acuciosa atención en el Despacho de Hacienda, pues de la perfectibilidad que alcancen dependerá la eficacia con que se apliquen en la administración fiscal de los sabios principios de las leyes de Hacienda.

Otro elemento indispensable para darle vitalidad y acción fecunda a las leyes fiscales consiste en el personal. La preparación de los empleados para los puestos que han de desempeñar no puede sustituirse con ninguna cualidad individual, cualquiera que ella sea. Si una vivaz inteligencia, un gran espíritu de iniciativa, un intenso esfuerzo en el trabajo, un conocimiento teórico de las leyes, son indudablemente fianzas del acierto, no pueden en cambio reemplazar la eficacia en la labor administrativa de un empleado competente en su ramo, experto en los servicios que maneja y experimentado en los menores detalles de oficina. Una oficina que pasa de manos de un empleado competente a manos de un empleado inexperto, sufre un trastorno profundo y está expuesta a una desorganización que será gravemente perjudicial para sus propios servicios y que contaminará con sus defectos e irregularidades a los demás servicios y oficinas que con ella estén relacionados. Desde el año de 1913 sigue este Despacho un sistema de instrucción gradual de los empleados de Hacienda, y con él ha logrado organizar un personal idóneo para el servicio de cada ramo. El método adoptado consiste en iniciar al empleado en el servicio del ramo a que se destina, encargándole los trabajos más sencillos e instruyéndolo a la vez en los objetivos de la ley y en las instrucciones dictadas para cumplirla; de modo que al demostrar facilidad para la comprensión del mecanismo de la oficina y actividad para ejercer las funciones que se le encomendaran, pueda obtener un cargo titular en el ramo de que ya esta instruido. Además, saben estos empleados que la medida de sus aptitudes comporta la mejora de su condición; y así se estimulan para alcanzar en breve tiempo la recompensa del ascenso que el Despacho otorga, sin necesidad de reclamo, al mérito, la fidelidad y la honradez del servidor.

Si con toda esta labor, apenas puede tenerse por planteada y comenzada la organización de la Hacienda Nacional, puede sí afirmarse que lo hecho hasta ahora es precisamente lo más difícil; porque ha sido obra de completa reforma para extirpar hábitos y procedimientos inveterados en una rutina estéril y regresiva, y para encauzar por amplios caminos de grandes actividades la acción de todos los elementos vitales para la organización fiscal.

Resume la anterior exposición la labor realizada durante el año y el proyecto de los trabajos y con que en el año siguiente debía ocuparse del Despacho. En cuanto al criterio que ha presidido la actuación administrativa, ha continuado el Ministerio fiel a las normas que fijó el Ejecutivo Federal desde el comienzo de la guerra para que pudiéramos sostener prudentemente el equilibrio de nuestro Tesoro Público y continuar desenvolviendo con eficacia los importantes servicios de la Administración Nacional. Hoy, cuando los resultados visibles justifican el acierto de aquel plan administrativo, conviene relatar su origen, los sólidos fundamentos en que se apoyaba, la firmeza con que se realizó y los inapreciables beneficios alcanzados. Tal exposición es necesaria para dejar constancia en nuestras tradiciones fiscales de un hecho que importa enseñanzas útiles en la administración de la Hacienda, y para trasmitir a las generaciones del porvenir, juzgadoras, imparciales y severas, la noción justa del patriotismo con que procedió el Gobierno en los días más amenazantes para la existencia nacional. Si procediendo con vacilaciones; por medio de medidas y ensayos de carácter transitorio, para halagar la opinión pública que en su optimismo pasajera la crisis, hubiera el Gobierno perdido el exacto concepto de aquella calamitosa situación, habría marchado de fracaso en fracaso, sin un criterio sereno que le sirviera de guía en la creciente confusión, viendo disminuir cada día más los recursos del Tesoro y usando de medios desconcertados para allegarlos, hasta llevar al país a la inevitable bancarrota. Basta analizar la situación fiscal al comienzo de la guerra para comprobar la verdad de estas aserciones.

Para el año económico que empezaba con la guerra, debía tenerse como probable un gasto por lo menor igual al del año precedente, que llegó a B. 64.873.597,71, porque en el orden fiscal es ley constante que el presupuesto de un año económico ejerza precisión sobre el del año siguiente, es decir, que cada año los gastos públicos tiendan a ser mayores que los del año anterior. Esta es consecuencia lógica del progreso con que marcha la administración pública; puesto que en un país bien regido, su desarrollo general esta en relación con el número y la calidad de los servicios públicos que mantiene el orden, la seguridad, y el estímulo indispensables para el desenvolvimiento y adelanto de todas las actividades sociales. Si el gasto efectivo debía ser por lo menor igual al del año precedente, veamos con qué rentas podíamos contar para hacer frente a un gasto anual de sesenta y cinco millones de bolívares. No podía ser con la aduanera; que formaba el 75% de la renta general, pues era fácil prever que el trastorno del comercio internacional la reduciría, rápidamente; previsión exacta, como lo demuestra la comparación entre el promedio anual de esta renta desde el 19 de julio de 1914 a 31 de diciembre de 1918, que fue de 33 millones de bolívares y el promedio anual correspondiente a los cuatro años precedentes a este lapso que fue de 48 millones de bolívares. Menos a fin podía fiarse la seguridad en las rentas internas, cuyo promedio anual era de quince millones de bolívares; producto exiguo para el caso y que entonces no podía considerarse estable, porque las principales de entre estas rentas venían tradicionalmente sometidas al arrendamiento, sistema que las empobrecía gradualmente y hubiera acabado por aniquilarlas si la recta previsión, el patriotismo y la entereza del Jefe de la Causa Rehabilitadora no las hubieran incluido en el orden legal de la administración directa.

El optimismo general acerca del breve proceso de esta crisis, el incentivo de los intereses personales que no es otro que el bienestar presente, la indiferencia con la cual suelen verse en ocasiones problemas graves para el porvenir del país, la ignorancia y la aberración comunes en asuntos de economía y finanzas, arrastraban la opinión tras la quiméricas combinaciones conque los arbitristas, noveles profetas del bien público, pretendían que se mantuviese inalterable el Presupuesto y que por tanto se aprontara un gasto anual de sesenta y cinco millones de bolívares por lo menos; resolviendo naturalmente este plan de sus imaginaciones con los dos medios más socorridos en toda ocasión para acrecentar los dineros públicos: el aumento de las contribuciones -creando nuevos impuestos y recargando los establecidos- y el empréstito.

A favor de estos arbitrios se pretendía hacer frente a un déficit que no bajaría de 27 millones de bolívares por año; puesto que si la renta aduanera produjo por junto B. 7.708.694,81 en los cuatro meses de septiembre a diciembre de 1914, primeros en que a causa de la guerra comenzó a decaer nuestro comercio internacional, no podía calcularse para esta renta un producto anual de más de 23 millones de bolívares, si no decaía más, suma que agregada a los 15 millones de bolívares de la Renta Interna, suponiendo que ésta se mantuviese estable, habría dado un total de renta de 38 millones de bolívares para hacer un gasto de 65 millones de bolívares. Consideremos si era posible elevar los impuestos para cubrir este déficit probable de 27 millones de bolívares cada año. La clasificación de nuestras rentas fijará por sí sola el criterio. Ya se ha visto que en esa época el 75% de la renta total lo componía la renta aduanera y consular, es decir, provenía de los impuestos que se cobran por la introducción al país de las mercancías extranjeras; el 25% complementario correspondía a las rentas internas cuyo producto proviene en su mayor parte de los impuestos que gravan industrias y consumos nacionales. Aumentar los impuestos aduaneros, recargar con nuevas contribuciones los artículos de consumo que introducimos del extranjero, cuando precisamente su precio se triplicaba y su entrada disminuía en más del 50% a causa de las dificultades y restricciones del comercio internacional, hubiera sido agravar la angustiosa situación de nuestro comercio -decretar tal vez su completa paralización- y encarecer las subsistencias de nuestro pueblo hasta el punto de condenarlo a la miseria. Y no menos males podía ocasionar el gravamen sobre las industrias nacionales, las cuales apenas hubieran podido subsistir bajo el peso de las nuevas contribuciones, que habrían ocasionado inmediatamente el alza de los precios, la disminución del consumo, la inferior calidad del producto y la paralización de gran número de obreros. Todo esto sin probabilidades de hacer productivas las nuevas contribuciones, porque es doctrina económica y fiscal que el impuesto no se improvisa: su aplicación, su cuota, su régimen legal y su administración, deben resultar de reflexivos estudios y cálculos en los cuales se considere el monto de la riqueza nacional, la actividad económica del momento, la incidencia del impuesto, el estado actual de la materia tasable, la cuota precisa, útil y equitativa de la contribución, los gastos que ocasionará la administración y la recaudación, y cuantos elementos concurren a hacer lógico y provechoso el establecimiento del impuesto.

En resumen, éste debe ser creado en el momento oportuno y en la forma que tienda al más perfecto acuerdo entre las necesidades del Fisco y la fortuna del contribuyente, para que se exija la contribución cuando más fácilmente puede pagarse y en la cantidad que pueda satisfacer el contribuyente sin menoscabar sus medios de vivir y prosperar. No podían, pues, crearse en un instante nuevos impuestos, ni era oportuno establecerlos cuando suspendidas casi todas las líneas de vapores que hacían el tráfico internacional; restringida la importación extranjera, amontonadas en los puertos sin probable salida de nuestras grandes cosechas de café y cacao; decaídos los precios de estos frutos; instables los cambios; paralizado el crédito comercial; inactivas por falta de materia prima nuestras industrias; encarecidas las subsistencias, las nuevas contribuciones habrían aprovechado poco al Fisco y precipitado un desastre que sólo pudo evitar la acción enérgica, reparadora y patriótica del Gobierno.

El empréstito no tenía mejores fundamentos. Si desechando las lecciones de la experiencia, que aún nos están enseñando cuanto cuestan no pocas veces a las naciones débiles semejantes arbitrios, hubiéramos adoptado el especioso recurso ¿dónde estaba la caja que se abriría para ofrecer algunos millones a una lejana nación neutral? La voracidad de la guerra apenas si permitía a las grandes naciones cubrir sus propios empréstitos; y ni aún habríamos podido diferir el pago de nuestras actuales deudas; pues el Gobierno quedó bien pronto persuadido de que las exigencias del acreedor no se atemperaban con la consideración del conflicto ajeno, antes invocaba él las más apremiantes cláusulas de un convenio que estrecha el crédito de la República. Además, debemos pensar que el empréstito se resuelve siempre en un aumento de los impuestos; no es sino un anticipo sobre rentas futuras que es necesario crear para cubrir los gastos de intereses y amortización de la Deuda, mayores siempre que la cantidad recibida. Aceptable es el sacrificio cuando el crédito no se destina como en este caso, a un uso improductivo, a cubrir deudas administrativas, sino que entra a circular libremente en la economía nacional como un caudal regenerador, promoviendo la más rápida transformación progresiva. Todavía en este caso, el Gobierno que anteponga a todo interés mezquino el supremo interés de la patria, no puede, sin consciente preparación y estudio, comprometer al país con nuevas deudas si considera atentamente el carácter fiscal de nuestra Deuda Exterior. Todavía tiene ésta la antigua forma en que es requisito indispensable la caja de amortización, es decir, la apropiación de una cantidad fija para amortizar la deuda y la afectación, como garantía especial, de determinados ingresos de la renta publica, cualesquiera que sean las contingencias del Tesoro, los trastornos imprevistos en el orden económico, las exigencias crecientes del progreso en el desarrollo del país; y no la forma moderna en que se prevén estas contingencias y se deja completa elasticidad para fijar la cuota de amortización de acuerdo con los recursos fiscales, siempre que se satisfagan cumplidamente los intereses, y la cual es la única forma de empréstito verdaderamente útil para las naciones y las otras que se desprenden de nuestros convenios, no es posible recurrir al empréstito sin modificar previamente la condición actual de nuestras deudas.

Con sereno criterio desechó el Gobierno los planes ilusorios y adoptó la fórmula más sencilla y natural, que fue la organización del Presupuesto sobre la base de los recursos con que se podía contar manteniendo, sí, inalterables los gastos del crédito público.

Pero este plan, de economías no tenía por objeto dar vida precaria a la Hacienda y dejar que vegetaran las más importantes ramas de la administración pública. El Jefe de la Rehabilitación Nacional, como la mejor ofrenda que podía idear su patriotismo en la hora más crítica para la República, dictó un programa de intensa y fecunda organización de la Hacienda Nacional. Y así, manteniendo una prudente correlación entre las variaciones de la renta y los gastos efectivos, se pudo gastar en la mayor actividad de los servicios públicos y en el fomento del país una suma superior siempre en millones a la presupuesta, como lo demuestra este cuadro:

Y he aquí cómo atravesó felizmente Venezuela el período más severo de esta crisis; cómo, además de sostener su vida económica, se estimuló el desarrollo de su riqueza; cómo se duplicó la Renta Interna para obtener un producto de 48 millones de bolívares con el cual se salvó el país del desastre económico; cómo se pagaron las deudas gravosas; cómo se activó una fecunda administración y se conservó y aumentó un Tesoro que no desangró al contribuyente ni comprometió el crédito y el honor de la República.

Este resultado adquiere aún mayor realce si se considera que no se ha interrumpido durante la guerra la acción progresista de la Causa Rehabilitadora, y que precisamente es en ese lapso cuando se ha llevado a cabo la parte principal en la completa transformación de la Hacienda Nacional. Basta comparar lo que era nuestro organismo fiscal con lo que es hoy, para comprender la grandeza de la obra. En efecto, unas leyes que por arcaicas, rígidas y confusas, no suministraban ningún elemento adecuado para administrar directamente las rentas nacionales, ni eran eficaces a cualquier propósito de mejoramiento administrativo; un sistema de tributaciones sin norma legal y ni base científica, las más de las veces variable capricho de gobiernos precarios; una contabilidad formularía, el arbitrio del contador, falta de comprobación y sobrada de palabra; la recaudación de la renta a merced del mismo funcionario administrador; cuando no de agentes de algún arrendatario; la ordenación de los pagos sin verificación ni cotejo; los empleados desprovistos de los más importantes conocimientos de su función fiscal, acostumbrados a considerar el puesto como prebenda justamente concedida a su valimiento político; las cajas del Tesoro exhaustas siempre, o proveídas por medio de anticipos sobre las rentas, hechos al halago de crecidos intereses; todo hacía de nuestra Hacienda Nacional un organismo ruinoso a cuya precaria vida se acomodaban las necesidades del Estado.

La transformación fiscal ha dado nueva, fecunda y perdurable existencia a la Hacienda Pública.

Hoy, nuevas leyes fiscales establecen principios fundamentales, técnicos, amplios y vigorosos, con los cuales se pueden plantear y desenvolver los más vastos y provechosos sistemas de administración; las tributaciones se ciñen a un régimen legal y no pueden ser caprichoso arbitrio del funcionario fiscal; las rentas se administran directamente, con métodos acertados que las consoliden y acrecientan; la contabilidad es sencilla, clara y comprobada exposición de las operaciones de cada oficina; la contribución pasa directamente de las manos del contribuyente a las cajas del Tesoro; los empleados no son escogidos por la suerte y el favor, sino por su pericia en el ramo que han de servir; la orden de pago tiene la legitimidad del servicio prestado y la comprobación del documento auténtico, se rebajan constantemente millones de bolívares del enorme peso de nuestros antiguos compromisos; se pagan con puntualidad los intereses de las deudas públicas; se sostienen los cuantiosos gastos de una administración continuamente progresista, y se conserva en las cajas del Tesoro, libre de todo gravamen, a pesar de una de las crisis económicas más severas que haya habido, un fondo de reserva en oro de más de treinta millones de bolívares.

Con esta organización fiscal podremos de hoy más valorar acertadamente la situación económica del mundo y sus vicisitudes en relación con nuestros intereses nacionales, y adoptar en consecuencia las medidas que requieran las circunstancias, ya para resguardar prudentemente los elementos primordiales de nuestra vida fiscal y económica, ya para dirigir con inusitado impulso a la República por el camino de su definitivo engrandecimiento, firme ideal de la Causa Rehabilitadora.

 (Memoria de Hacienda, 1920).