La celebración del aniversario de la batalla de Ciudad Bolívar, no obedece
a aquel criterio esencialmente partidista con que en otras épocas de
intransigentes divisiones se conmemoraban los triunfos de un partido sobre
otro, las victorias obtenidas para perpetuar en el poder los odios, las
pasiones feroces engendradas en la anarquía secular de la familia venezolana.
El triunfo obtenido en Ciudad Bolívar el 21 de julio de 1903, figuraría en nuestros
anales como una de tantas fechas conmemorativas de choques sangrientos y de
matazones estériles, si el vencedor, elevado cinco años más tarde al poder
supremo y consagrado por la opinión unánime de sus compatriotas, no hubiera
hecho de aquella victoria el arranque del periodo de paz más prolongado y más
fecundo en bienes morales y materiales que recuerda nuestra historia: al punto
que los propios adversarios de entonces, los que en aquel día en que rayó tan
alto en heroísmo y en magnanimidad el General victorioso fueron vencidos, no
sienten la humillación de la derrota, sino que confundidos a la sombra de la
misma bandera que es la bandera de la Patria, celebran también aquel hecho de
armas que fue como el último estertor del monstruo de exterminio que durante un
siglo arrastraba a los venezolanos a solicitar en la guerra lo que el General
Juan Vicente Gómez ha comprobado con creces que sólo en la paz y en el orden
sostenidos a todo trance, puede llegar a alcanzarse con honra y créditos para
el nombre glorioso de la Patria.
Ni soberbia en el vencedor, ni humillación en el vencido. En veintiún años
corridos desde aquella fecha las pasiones de la lucha se extinguieron más
radicalmente que las engendradas en la época Federal y en la Revolución
de Abril, de las cuales nos separan más de medio siglo; porque entonces la
bandera victoriosa en los campamentos, fue a flotar en la casa del Gobierno de
la Nación; en el criterio de los dirigentes los intereses del partido estaban
antes que los intereses de la Patria y el mérito personal, las aptitudes
individuales que constituyen el único móvil, la única razón positiva de
ascensión democrática se posponían siempre ante las credenciales sectarias por
más nulos e incapaces que fuesen los hombres llamados a ejercer las funciones
públicas. En nombre de las teorías liberales invocadas en todos los tonos,
existía una clase privilegiada, una secta que por una especie de derecho divino
ejercía el poder contra el otro partido convertido en paria dentro de la propia
Patria.
Otro es el criterio con que el pueblo de Venezuela, en medio del bienestar,
del orden y de la unión de que disfruta juzga aquella batalla donde se cerró
para siempre en Venezuela el ciclo de las revoluciones, mal que les pese a unos
cuantos figurones anacrónicos, que ni siquiera se dan cuenta de que dos o tres
generaciones de ciudadanos, educados en la paz, no conocen de ellos sino la
triste historia de sus faltas y de sus ineptitudes.
Venezuela no rinde homenaje únicamente al Jefe militar vencedor en la cruentísima
jornada, sino al patriota y al político que en aquel día, por un acto de
magnanimidad y de profunda intuición, preparó el advenimiento de un régimen
esencialmente nacional, en que se extinguieran para siempre los viejos
partidos; las regiones más apartadas se acercaran y estrecharan para hacer
surgir más vigoroso el sentimiento de la Patria por la conciencia geográfica
del territorio; se sustituyera el vicio del politiqueo, la fecunda
labor administrativa y se impusiera el respeto a las autoridades constituidas,
que es la base de la estabilidad en todos los pueblos.
Es por esas razones que no se recuerda en nuestra historia nacional,
incluyendo al General José Antonio Páez, un hombre que haya gobernado más largo
tiempo la República. ¿Por la fuerza? No! Las bayonetas sirven para todo menos
para sentarse sobre ellas. “Con las bayonetas, -decía no sabemos qué rey de
Prusia a un ministro,- tendré siempre razón, las bayonetas sirven para todo;
pero”…”Sire, -replicó el ministro, -¿con qué se gobiernan las bayonetas?- Con
la opinión. –Es preciso pues, tener a esta de nuestra parte”. Y eso, la
opinión, el asentimiento unánime de los venezolanos, es lo que sostiene en el
poder al General Juan Vicente Gómez.
Publicado en el Periódico “El Nuevo
Diario”, el 21 de julio de 1924.